Todo Sevillano guarda en su corazón determinados lugares. Una plaza o una esquina, que se llegan a convertir en elementos importantes de nuestra vida debido a lo allí vivido, y que el hecho de volver a concurrir por ese rincón, siempre evoca a lo hermoso pasado.
Muchos de estos rincones pasan desapercibidos para todo Sevillano casi todo el año, adquiriendo su embrujo en determinadas fechas. En esos días, emana de ellos un caudal de sentimientos que terminan tocando el alma del más preciado. Un claro ejemplo de esos lugares sería la Campana. Una mal llamada plaza que no es más que una confluencia de calles adornadas con algún que otro comercio o negocio de restauración sin nada de especial relevancia… y que en determinadas fechas condensa un mar de imágenes, emociones, Música y Silencios, arte en estado puro… consiguiendo que se convierta en epicentro de la ciudad, mal que duela en Palacio.
Existen otros rincones, sin embargo, que durante todo el año transmiten un encanto especial. Con una luz única como de cuento de hada, con sonidos tan maravillosos como risas de infancia acompasados en ocasiones de ciertos cantos de aves y a su vez con cierto perfume según la época del año en la que se visite. Y en algunos casos poseen ciertos antiguos y venerados vecinos, muy distinguidos que residen en alguna que otra cercana capilla.
Es en una de ellas donde busqué y rebusqué algo que tardé en encontrar.
En la céntrica Plaza de San Lorenzo, en el barrio del mismo nombre fue donde indagué con tanto ahínco en busca de algo de lo que todo el mundo me hablaba pero que tan esquivo me era.

Plaza de ilustrísimos vecinos que se viste con sus mejores Galas en tres ocasiones durante la Semana Mayor de la ciudad. Esos días despide durante unas horas a las Hermandades del Dulce Nombre, del Gran Poder y de la Soledad, dejando una impronta de falta y de nostalgia en tan hermoso rincón. La extinta arboleda daba cobijo a determinadas aves que durante su
marcha y aprovechando el silencio de sus cortejos utilizaban su triste canto en forma de marcha procesional bajo la atenta mirada de la estatua del Hacedor del Señor de Sevilla.
Mi búsqueda tenía como objetivo encontrar en “el Señor que todo lo puede” un sentimiento mil veces descrito y hasta hecho leyenda, que dicen, produce su mirada llegado el momento. Buscaba ese pellizco de Sevillanía que cuando te da, te marca para siempre. Mi querido Antonio González que ahora vive entre ángeles y siempre al lado de su Esperanza me lo describía a su forma.
- Killo, Canijo no mires estampas ni fotos que ahí vas a encontrar poco. Cuando estés preparado, él te dará eso que no sé explicarte pero que te durará para siempre.
Con el anhelo de encontrarlo sin espera, marché a su morada a intentar saciar mi impaciencia. Me encaminé una y otra vez a su encuentro. Infructuosas fueron las mil charlas que tuve con él en su camarín o sentado en un banco frente a él. La nula paciencia de mi juventud, hizo que pese a la intensidad en la búsqueda, el resultado fuera totalmente inútil, ya que el señor no había determinado que fuera mi momento. Incluso cuando portaba el madero por las calles de su Sevilla, iba a su encuentro, y pese a que mis ojos nunca se apartaban de su triste mirada, seguía sin encontrar nada.
Con el paso del tiempo dejé de correr a su encuentro a cada momento, y esa búsqueda impetuosa quedó en una dormida añoranza.
Nacidos ya los dos amores de mi vida, una mañana de la víspera del Domingo más hermoso del año, la Sevilla Cofrade como todos los años se echó a la calle para visitar templos y contemplar a los amados titulares fundidos en imponentes Misterios, a los Cristos sobre floreados montes Gólgotas o Palios hermosos cual catedrales. Tras varias visitas a templos, nos encaminamos a ese hermoso rincón que guardaba uno de mis grandes anhelos. La plaza nos recibió con largas colas pues por esas fechas el Señor baja de su altar a mirarnos a los ojos. Bajo la estatua del Maestro Juan de Mesa empezamos la serpenteante espera. Risas de la dulce infancia
amenizaron esos minutos mientras las puertas se acercaban. Al aproximarnos a esas puertas el ambiente cambió extraña manera. El fervor que allí se concentraba se podía casi tocar. Al entrar en la Basílica pudimos contemplar la maravillosa estampa que se postraba ante nuestros ojos. Todo empezó a cobrar sentido cual enigma momentos antes de su resolución. Cada paso me acercaba más a él y hacía acelerar más mi corazón. Aunque el templo estaba abarrotado, solo quedábamos Él y yo. El entrelazado de sus manos, su corona viperina, esa mirada llena de sufrimiento y a su vez llena de dulzura para quien te sabe mirar…. Y llegó ese instante…Cuando me encontré a su altura, noté como para no romper ese momento se detuvo el tiempo y mi corazón. El aire no quiso volver a llenar mis pulmones para que este momento durara eternamente. El silencio que reinó durante en ese instante le dio aún más solemnidad.
Postrado ante mí se encontraba Jesús del Gran Poder y comprendí porque lo llamaban Señor de Sevilla. Lo ví, recé y Lloré, y lo volví a mirar con los ojos del alma, como quién mira por primera vez y todo se llenó de desasosiego pues tenía que dejar mi sitio a otra persona. Sentí ese pellizco en el alma. Por último, el beso más sincero que nació de mi alma rozó la mano del señor que todo lo puede y avancé. Crucé una mirada de soslayo con su madre donde sin usar palabras me interpeló la siguiente pregunta: ¿Ahora lo comprendes?. Asentí entre lágrimas y una medio sonrisa de soslayo apareció en su rictus de Pesadumbre.
Ahora soy uno de los que deja promesas bajo su peana, y disfruta del hermoso rincón donde todo ocurrió. Y al pasear por su plaza y mirar la estatua de su hacedor, recuerdo orgulloso que llevo en el alma ese pellizco que alguien no me supo explicar.
