Mi ciudad. Llena de tradiciones y maravillas. Tierra de curiosidades y leyendas. Donde lo real y lo irreal en muchas ocasiones se unen y crean historias y leyendas que rozan la fantasía o no…


Una de esas hermosas tradiciones para cualquier sevillano que se precie, se produce al nacer su retoño. El ir a presentarlo a sus devociones se convierte en un acto capital en el buen cofrade, y una fotografía de un Padre o madre henchidos de orgullo con su retoño delante del Cristo o Virgen de sus amores se hace indispensable en cualquier hogar Sevillano. Es un acto muy hermoso con el que muchos soñamos desde que sabemos que el amor de nuestras vidas se encuentra en estado de buena esperanza.


Encima, la ciudad más hermosa del mundo que entre tantas maravillas, posee determinadas fechas en las que nuestros amados titulares bajan de sus altares para poder ser besados, admirados, fotografiados y fundirse con sus feligreses. Cada hermandad posee esas fechas que en los calendarios de los hermanos quedan marcadas como días igual de importantes que el día de su salida procesional.

Tal y como marca la tradición presenté a mis hijos a mi Amargura del alma. El corazón encogido y lágrimas de felicidad durante el día previamente marcado. Mi Cristo de Blanco Silencio, y mi Virgen de Rojo Amargura.


Y de entre esos días tan esperados en toda la ciudad, se encuentran los Días de las Esperanzas.

Hermosos días para las hermandades que llevan el nombre de Esperanza en su advocación. Días mágicos en San Roque, la Trinidad, la O y muchas más… pero sobretodo, en los arrabales de la Macarena y Triana. Otra demostración del dualismo tan especial que vive esta tan amada ciudad. El barrio de la Macarena y el Barrio de Triana se visten de gala para que Sevilla visite a sus devociones que bajan de sus altares para recibir el cariño de sus legiones de devotos. Y como Sevillano debo de confesar mi amor por la morena de la calle Pureza.

Y fruto de ese amor encaminé mis pasos con de mi esposa y retoños hacia el barrio Marinero. Alba no poseía más de un añito y Rafa contaba con dos. Al llegar a Pureza las colas salían de la capilla, por lo que decidimos calmar la sed en un bar de los de toda la vida y esperar a que las colas disminuyeran. Mientras disfrutábamos de un pequeño descanso, un conocido que era cercano a la junta se acercó y nos preguntó si íbamos a entrar a ver a la Virgen, aconsejándonos esperar al turno de los fotógrafos que estaba la Virgen sola y con su ayuda, disfrutar unos momentos con la Virgen en soledad.


Al entrar los fotógrafos dibujaban maravillas con sus cámaras en sus diminutas pantallas buscando que la luz diera a la instantánea el trazo perfecto.

La Señora vestida de reina lo llenaba todo. Esa hermosa cara morena resaltada con el dorado de reina, hacía que la mirada te atrapase justo al entrar y que no pudieras apartar la mirada. Estuvimos observando maravillados a la Señora mientras los fotógrafos se afanaban en su trabajo.
Una vez nos dieron permiso nos acercamos al altar mientras les decíamos a los niños que miraran que guapa era la Virgen. Los cuatro estábamos encandilados como bajo un encantamiento. Y ahí se produjo lo extraño. Alba y Rafa besaron sus manos y no dejaban de mirarla. Nos hicimos la
instantánea y al poner a los niños en el suelo empezaron a hacerle gracietas a la Virgen. La cola se reanudaba y yo les metía prisa a los niños para dejar mi sitio pero ellos no paraban sus juegos a ella.

Y juro que cuando cogía a los niños de la mano y girarme para despedirnos de ella, vimos a la Señora sonreír. Se nos paró el corazón, Alba con su manita despidiéndose y Rafa tirándole besitos.

Aquello duró un instante pero fue mágico, quizás un segundo, pero ocurrió. Los niños se despedían de ella y ella les regaló una sonrisa.

Puede que fuera lo que quisimos ver, puede que fuera producto de nuestra imaginación, puede que sea una leyenda de familia que pasan de generación en generación, y que inundan la ciudad más hermosa del mundo, pero siempre me quedaré con la sonrisa de la Virgen a las Gracietas
de mis hijos.